Un giro de 360º: bienvenido a Estonia
Tras un largo día de viaje, el pasado ocho de octubre aterricé a un país llamado Estonia. Frío y extrañas sensaciones se apoderaron de mí.
Casi pierdo el tren en Jerez de la Frontera, tuve que despedirme con un abrazo express de mis padres y mi hermano, pero fue necesario. Todo el aprecio y cariño que se tiene a los que más quieres no se demuestra en un hasta luego, sino en el día a día. Con mucha tristeza pero ganas de comenzar algo nuevo, me senté tranquilamente de camino a Málaga donde tomaría mi avión con destino a Estonia.
La última noche en Málaga fue muy amena, conociendo a gente maravillosa y echando unas risas para intentar olvidarme que no volvería a pisar mi hogar hasta un año más tarde. Traté de dormir lo menos posible para que al día siguiente las horas de avión se me pasaran "volando" y al cerrar los ojos durante el vuelo, al abrirlos estuviera ya en mi destino. En una de estas mientras intentaba conciliar el sueño una azafata, rubia de metro ochenta, me pregunto en inglés si quería algo de beber o comer para el desayuno y pensando en el elevado coste del precio de estos productos como viene siendo habitual en las compañias aéreas, le dije que no. Minutos después observe que era un aperitivo de bienvenida, gratis. Vivo en una cultura en la que habitualmente tienes que pagar por todo y estamos siendo educados de esta manera y quizás por eso mi falta de conocimiento me hizo perder esa oportunidad. Benditas galletas y zumo..., como me hubieran entrado de bien en ese momento.
Mi vuelo tenía una parada en Alemania para hacer trasbordo y coger allí mi siguiente avión con destino a Tallin. Es verdad que durante mi espera en el aeropuerto de Málaga ya me sentía extraño, fuera de casa, ya que todas las personas que esperaban la cola para mostrar su billete por ventanilla, eran alemanes en su mayoría. Una vez llegué a Munich tuve que andar kilómetros de aeropuerto buscando la ventanilla del siguiente vuelo de la compañia estonia que estaba en la otra punta del aeropuerto. Llegué exahusto y preguntando por todos lados donde debía hacer cheking y tener mi billete, pero la ventanilla estaba sola. Minutos más tardes escuché a una mujer de unos cuarenta años hablando inglés con ese acento español que solo nosotros podemos ser capaz de oír, al más puro estilo Ana Botella y su café in Plaza Mayor. Tenía el mismo problema que yo, pero veinte minutos antes de la hora del vuelo una chica llegó a la recepción de la compañía Air Estonia y pudo darme mi billete a tiempo. Eramos unos quince los pasajeros que nos subimos a un ¿avión?, era lo más pequeño que jamás había visto antes, madre mía que miedo sentí al ver ese minúsculo aparato, "¿sería capaz de volar?", fue lo que pensé al verlo por primera vez.
Aterrizaje en Tallin, y todos mis nervios florecieron en mí, pero estaba tranquilo. Ya tenía los pies en tierra y ahora debía de encontrar la parada de autobuses que me llevase a Tartu, la segunda ciudad más grande de Estonia. Un autobús repleto de estudiantes que se dirigían a sus respectivas casas y yo me sentía como aquel rumano o marriquí recién llegado a España rodeado de gente y lengua diferente. Cuando llegué a Tartu allí estaba esperandome Kerli, mi coordinadora y con quien hablé para poder realizar esta locura de viaje y experiencia. La acogida fue fría, una abrazo un tanto forzado, pero poco a poco comprendería que era parte de la cultura de ellos, que aún no era capaz de entender. Me llevaron a una taberna donde gente de varios países de Europa como Turquía, Grecia o Croacia estaban teniendo su última cena sobre un proyecto multimedia y comunicación en la que sería mi casa por un año. Fue una noche fantástica conocer a gente de mi edad y que como yo habían experimentado el sentimiento de estar solos en un lugar desconocido. Sin duda la mejor llegada que podría tener, pasar un rato agradable durante una cena destendida con estos jóvenes que me acogieron como uno más y me hicieron olvidar por unas horas que ya no sería tan fácil ver a mis amigos y familiares hasta un largo tiempo.